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miércoles, 7 de mayo de 2014

Literatura de posguerra. Consecuencias de la guerra.



La victoria de las fuerzas sublevadas en abril de 1939 modificó de manera radical la vida de los españoles, incluidas también aquellas circunstancias que guardaban relación con la creación literaria. La guerra, y sus inmediatas consecuencias, dieron lugar a múltiples derrotas y a múltiples victorias, y lo que puede resultar más sorprendente, no siempre estas se correspondieron inequívocamente con el bando de los vencidos o de los vencedores.
En esta y en próximas entradas, procuraremos explicar cuáles fueron las circunstancias que determinaron la creación literaria en los primeros momentos del régimen franquista, periodo histórico que podemos denominar posguerra. Al mismo tiempo, intentaremos establecer aquellas líneas que determinarán la evolución de la literatura española en este periodo.

Consecuencias de la guerra.
 
La primera consecuencia de la guerra fue la radical fractura del panorama cultural hispano, la misma que sufriría, por otro lado, el conjunto de la sociedad nacional. Los motivos que llevaron a unos u otros a decantarse por cada uno de los dos bandos fueron tan variados como personalidades entraban en juego. Es cierto que muchos -la mayoría de ellos en el bando de los perdedores- se decantaron por una u otra opción en función de sus propias convicciones ideológicas. No obstante, para muchos otros, las decisiones tomadas entonces vendrían determinadas por el miedo o el mero instinto de supervivencia. En todo caso, lo único cierto es que la guerra supuso la quiebra traumática de toda una generación de intelectuales, literatos, científicos y artistas. Quiebra que tardaría muchos años en curarse de manera definitiva y la cual determinaría la evolución que habría de tener la vida cultural española en general y la literaria de manera particular.
La victoria franquista nos dejaría también una iglesia ultraconservadora dotada de un extraordinario poder de decisión en lo social y en lo político. La iglesia católica, con el tiempo, habría de convertirse en uno de los pilares fundamentales sobre los que se sustentaría el régimen franquista. De igual modo, su carácter ultraconservador no solo impediría el avance cultural de España, sino que determinaría su evolución ideológica y espiritual. 
Si bien es cierto que la labor de la iglesia resultó determinante tanto en la sublevación de 1936 como en el desarrollo posterior de la guerra civil, su papel en la dictadura implantada tras 1939 iría ganando en importante según las circunstancias internacionales iban cambiando. La inclusión de miembros del Opus Dei en los órganos de control y gobierno del Estado fue una constante desde el final de la guerra pero su peso específico en los mismos iría ganando en importancia a medida que avanzaba la década de los cuarenta, lo cual se sintió como una traición por parte de aquellos sectores del falangismo sincero y revolucionario que habían conformado la base ideológica del levantamiento de 1936. De este modo, y especialmente después de la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial, el alzamiento fascista fue mudando en nacionalcatolicismo, intentando de este modo adaptarse a la nuevo mapa geopolítico mundial.
Una serie de acuerdos firmados en la primera mitad de la década de los cincuenta hacia evidente el cambio de rumbo planteado por el Régimen y, al mismo tiempo, aseguraban su continuidad. El primero de ellos sería la firma del Concordato con la Santa Sede en 1952. A este le seguiría el Pacto de Madrid un año después y el ingreso en la ONU en 1955.
Por otro lado, la universidad sería ocupada por elementos pertenecientes al catolicismo más ramplón. Un revanchismo anquilosante expulsará de las cátedras a aquellos profesores sospechosos de simpatizar con el bando de los derrotados, quienes debieron exiliarse u optar por el silencio. La consecuencia será la parada en seco de la evolución intelectual hispana. La modernización de la universidad española que había comenzado en la segunda década del siglo XX, con la fuerte impronta pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza, no tendría continuidad. Muy al contrario, el intelectualismo español sufriría un claro retroceso consecuencia de llevar a las aulas una visión endogámica y retrógrada de la cultura. 
De igual modo, la prensa y la propaganda caerá en manos de los representantes de Falange, quienes intentaron perpetuar, en la medida de lo posible, la propaganda de combate, adaptada eso sí a las nuevas necesidades derivadas de la victoria -un triunfalismo construido sobre el páramo de una España famélica en todos los sentidos-, al tiempo que pretendían edificar sobre los cimientos de un tradicionalismo trasnochado una cultura “verdaderamente” hispana depurada de todo aquello que pudiera resultar sospechoso por antiespañol.
Junto a esto, o por encima de esto, funcionaría una censura arbitraria justo desde el día antes de la victoria. En esa arbitrariedad, ante la cual no estaba protegido nada ni nadie, residía el poder de un método de control que obligaba a los autores a adoptar la autocensura como estilo de creación. Ante el censor de turno, que actuará hasta 1966 amparado por una legislación que databa de la misma guerra, los escritores debían obviar determinados temas o jugar un peligroso juego de dobles sentidos. Y de nada servía en estos primeros años, tal y como le sucederá a Camilo José Cela, el hecho de pertenecer a la misma censura para estar a salvo de su afán doctrinario.