La victoria de las
fuerzas sublevadas en abril de 1939 modificó de manera radical la
vida de los españoles, incluidas también aquellas circunstancias que
guardaban relación con la creación literaria. La guerra, y sus
inmediatas consecuencias, dieron lugar a múltiples derrotas y
a múltiples victorias, y lo que puede resultar más sorprendente, no
siempre estas se correspondieron inequívocamente con el bando de los
vencidos o de los vencedores.
En esta y en próximas entradas,
procuraremos explicar cuáles fueron las circunstancias que
determinaron la creación literaria en los primeros momentos del
régimen franquista, periodo histórico que podemos denominar
posguerra. Al mismo tiempo, intentaremos establecer aquellas líneas
que determinarán la evolución de la literatura española en este periodo.
Consecuencias de la guerra.
La primera consecuencia
de la guerra fue la radical fractura del panorama cultural hispano,
la misma que sufriría, por otro lado, el conjunto de la sociedad nacional. Los motivos
que llevaron a unos u otros a decantarse por cada uno de los dos bandos
fueron tan variados como personalidades entraban en juego. Es cierto
que muchos -la mayoría de ellos en el bando de los perdedores- se decantaron
por una u otra opción en función de sus propias convicciones
ideológicas. No obstante, para muchos otros, las decisiones tomadas
entonces vendrían determinadas por el miedo o el mero instinto de supervivencia.
En todo caso, lo único cierto es que la guerra supuso la quiebra
traumática de toda una generación de intelectuales, literatos,
científicos y artistas. Quiebra que tardaría muchos años en curarse de
manera definitiva y la cual determinaría la evolución
que habría de tener la vida cultural española en general y la
literaria de manera particular.
La victoria franquista
nos dejaría también una iglesia ultraconservadora dotada de un
extraordinario poder de decisión en lo social y en lo político. La iglesia
católica, con el tiempo, habría de convertirse en uno de los
pilares fundamentales sobre los que se sustentaría el régimen
franquista. De igual modo, su carácter
ultraconservador no solo impediría el avance cultural de España,
sino que determinaría su evolución ideológica y
espiritual.
Si bien es cierto que la labor de la iglesia resultó determinante tanto en la sublevación de 1936 como en el desarrollo posterior de la guerra civil, su papel en la dictadura implantada tras 1939 iría ganando en importante según las circunstancias internacionales iban cambiando. La inclusión de miembros del Opus Dei en los órganos de control y gobierno del Estado fue una constante desde el final de la guerra pero su peso específico en los mismos iría ganando en importancia a medida que avanzaba la década de los cuarenta, lo cual se sintió como una traición por parte de aquellos sectores del falangismo sincero y revolucionario que habían conformado la base ideológica del levantamiento de 1936. De este modo, y especialmente después de la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial, el alzamiento fascista fue mudando en nacionalcatolicismo, intentando de este modo adaptarse a la nuevo mapa geopolítico mundial.
Una serie de acuerdos firmados en la primera mitad de la década de los cincuenta hacia evidente el cambio de rumbo planteado por el Régimen y, al mismo tiempo, aseguraban su continuidad. El primero de ellos sería la firma del Concordato con la Santa Sede en 1952. A este le seguiría el Pacto de Madrid un año después y el ingreso en la ONU en 1955.
Por otro lado, la
universidad sería ocupada por elementos pertenecientes al
catolicismo más ramplón. Un revanchismo anquilosante expulsará de
las cátedras a aquellos profesores sospechosos de simpatizar con el bando de los derrotados, quienes debieron exiliarse u optar por el silencio. La consecuencia será la parada en seco de la evolución intelectual hispana. La modernización de la universidad española que había comenzado en la segunda década del siglo XX, con la fuerte impronta pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza, no tendría continuidad. Muy al contrario, el intelectualismo español sufriría un claro retroceso consecuencia de llevar a las aulas una visión endogámica y retrógrada de la cultura.
De igual modo, la prensa
y la propaganda caerá en manos de los representantes de Falange,
quienes intentaron perpetuar, en la medida de lo posible, la propaganda
de combate, adaptada eso sí a las nuevas necesidades derivadas de la
victoria -un triunfalismo construido sobre el páramo de una España
famélica en todos los sentidos-, al tiempo que pretendían edificar
sobre los cimientos de un tradicionalismo trasnochado una cultura
“verdaderamente” hispana depurada de todo aquello que pudiera
resultar sospechoso por antiespañol.
Junto a esto, o por
encima de esto, funcionaría una censura arbitraria justo desde el
día antes de la victoria. En esa arbitrariedad, ante la cual no
estaba protegido nada ni nadie, residía el poder de un método de
control que obligaba a los autores a adoptar la autocensura como
estilo de creación. Ante el censor de turno, que actuará hasta 1966
amparado por una legislación que databa de la misma guerra, los
escritores debían obviar determinados temas o jugar un peligroso
juego de dobles sentidos. Y de nada servía en estos primeros años, tal y como le sucederá a Camilo José Cela, el hecho
de pertenecer a la misma censura para estar a salvo de su afán
doctrinario.
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