TIERRA, de Eloy Moreno
El primer problema que tengo con esta novela no está en la trama, o en la utilización de modo repetitivo de la técnica folletinesca para mantener el suspense, tan siquiera con el uso y abuso de una moralina seudoecológica y postmoderna que nos advierte de los males de las nuevas (o no tan nuevas) tecnologías de la información y, diría, del entretenimiento. Mi problema tiene que ver con el estilo.
Considero que últimamente, y el problema no es absoluto imputable únicamente a este autor, asistimos en la literatura de consumo a una simplificación y estandarización del estilo. Los autores renuncian conscientemente a enfrentarse de manera abierta a cualquier juego retórico o audacia estilística; sospecho que buscando agradar al mayor número de posibles consumidores. Esto les lleva a emplear de manera pertinaz un estilo sencillo, claro, diáfano, que escapa de cualquier complejidad. No es que considere que la utilización de un estilo complejo sea por definición garantía de calidad. Ejemplos existen de autores que de manera muy simple han expresado ideas muy profundas. Lo problemático está en emplear un estilo plano, estandarizado, tan apegado a la literatura comercial de estos tiempos que carece de toda personalidad. Un estilo que, diría, están infantilizando a la población lectora -o apto para la población lectora infantilizada-.
Será sin duda problema mío, o tal vez del pobre Antonio Machado que nos enseño a pararnos para distinguir las voces de los ecos. El asunto es que en este caso no escucho la voz personal del autor, la historia ni me convence ni me conmueve y los efectos narrativos me resultan molestos.
Cuando era joven y consecuente con mi naturaleza, he aquí la estupidez nostálgica, me fui acercando de manera por momentos obsesiva a diferentes autores de la narrativa internacional. Ahora me leía las obras que encontraba de Hemingway, mañana las de Dostoievsky, pasado las de Vargas Llosa...
El caso es que por entonces yo tenía mis pretensiones (ya saben... era joven y consecuente) y algunas noches, cuando el alcohol u otras sustancias despertaban mi ego, jugaba a garabatear cuartillas con la íntima esperanza de ser el próximo premio Nobel de Literatura. Obviamente, nunca llegué a terminar un mal cuento y lo que realmente me agradaba era la impostura tardoadolescente que alimentaba mi inconmensurable juventud. No obstante, y esto puede que sea lo relevante, cuando leía aquellos abortos de cualquier cosa, era Hemingway, o el traductor de Hemingway, o la sombra del eco del traductor de Hemingway lo que escuchaba.
Bien puede ser que aquel eco mío fuera la mayor afrenta que pudiera hacérsele a las letras -además de a la imaginación-, pero tenía al menos un mal retrogusto a algo.
Realmente, puede que hoy estemos incluso peor que nunca (por contribuir modestamente a la cons-paranoia milienarista -grande Arrabal-). Ya no existen tan siquiera los ecos. Todo semeja un discurso mecánico, vacuo, estandarizado y simplista (Deberán disculparme. Estoy releyendo 1984).
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