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martes, 25 de junio de 2013

Escuadra hacia la muerte



Ahí, sobre estas líneas, están los protagonistas que la noche del 18 de marzo de 1953 llevaron a las tablas del María Guerrero Escuadra hacia la muerte. Cuenta Jaime Ferrán, poeta, que el por entonces ministro del Ejército, Agustín Muñoz Grandes, amenazó con quemar el teatro esa misma noche. Esta pequeña anécdota, tan del gusto de los que como yo disfrutan con la intrahistoria pato-heroica de la literatura, me permite ilustrar lo alejado que desde sus comienzos se mostró Sastre y su teatro de la situación política que le tocó vivir. No sin razón Farris Anderson verá en el teatro de Sastre un cuestionamiento constante de la realidad que lo circunda. Sastre se opondrá dialécticamente a su entorno, ya sea este social, político o artístico, y esta postura, embrionaria en estos primeros años, no hará sino radicalizarse con el paso del tiempo.
Decididamente comprometido, Sastre verá muy pronto el teatro como una eficaz herramienta de acción social. La creación del TAS (Teatro de Agitación Social) en 1950, si bien no fructificó, fue la primera piedra  (la segunda si contamos la fundación de Arte Nuevo en 1945) sobre la que solo diez años después se habría de cimentar el GTR (Grupo de Teatro Realista) y, paralelamente, el cambio de foco desde lo artístico a lo social. A resumidas cuentas, lo que pretendían tanto Sastre como sus compañeros de viaje (un paradójico Alfonso Paso, Medardo Fraile y Carlos José Costas en un principio, a los que se uniría, ya en el más profesional TAS, Jose María de Quinto) era renovar profundamente la escena española. Tarea esta tan perenne como dificultosa dadas las circunstancias.
Las peripecias que configuran la creación y representación de la obra (aparte el arrebato neróntico del bueno de don Agustín Muñoz) son también especialmente llamativas. En un principio la obra fue un encargo de un empresario inglés que tuvo, no sé si la peregrina idea, de llevar a Londres una obra española representada por una compañía española. La obra en cuestión debía ser algo nuevo y el encargo cayó en las manos de Alfonso Sastre. Sastre decidió contar para esta representación con los antiguos miembros de Arte Nuevo e ideó una obra que, libre de las cortapisas que le supondría un estreno en España, resultó radicalmente novedosa. Lamentablemente la gira británica no llegó a fructificar, lo que llevó a la compañía a estrenar la obra en Madrid en la fecha y lugar indicado. Escuadra hacia la muerte no pasaría en su estreno de la tercera representación, pero su autor, un joven Alfonso Sastre, pasaría a ocupar un lugar destacado en la escena hispana.
Bueno, pero, ¿de qué va Escuadra hacia la muerte? La cosa es bastante sencilla de explicar. En una hipotética tercera guerra mundial un escuadrón de castigo formado por seis hombres es enviado a una misión suicida para purgar de este modo sus culpas (se entiende que cada uno de los miembros del escuadrón tiene un oscuro o vergonzoso pasado. Llama la atención de entre todos el caso de Luis, un soldado que es condenado al escuadrón por no haber querido formar parte de un pelotón de fusilamiento. Volveremos a él más tarde). El escuadrón está al mando de un cabo tiránico que maltrata a sus compañeros haciendo cumplir las ordenanzas militares con una escrupulosidad carente de sentido. Todos los miembros del pequeño escuadrón se saben condenados, conducidos de manera inevitable a una muerte segura y, por lo tanto, ven absurdo el cumplimiento de la disciplina militar. El caso es que, como no podía ser de otro modo, el cabo termina siendo asesinado por cuatro de sus compañeros (Luis en ese momento se encuentra haciendo la guardia). Desde ese momento el estado de cosas se ve radicalmente alterado. Hasta ese momento los soldados parecen tener clara su situación. Si el resultado de su misión suicida es la muerte expiarán con ella sus pecados. Si por el contrario salen sanos y salvos habrán recibido el perdón, no me atrevo a decir divino, pero perdón a fin de cuentas. El asesinato del cabo es una nueva muesca en sus almas y en este caso no existe restitución posible. Así, por lo menos, es como lo ve Pedro, el más veterano de los cinco soldados, que decide ocupar el lugar del cabo tras la muerte de este. Pedro comprende la necesidad de mantener la disciplina militar, lo cual desvirtúa en parte la muerte del cabo, y, al final de la obra, la necesidad de confesar su culpa ante un consejo de guerra llegado el caso. Mucho más interesante me resulta la figura de Adolfo. Este no cree en la concepción judeo-cristiana del pecado que de manera tan varonil acepta su compañero Pedro. El prefiere huir, echarse al monte y dar continuidad a una existencia que se desliza por la ladera de lo nietzscheano. Por su parte Andrés renuncia como Pedro a su existencia, no de un modo total como este, o como ocurrirá en el caso de Javier, pero sí lo hace nominalmente. Andrés decide entregarse al enemigo, a ese enemigo cruel y despiadado del que solo puede esperarse o una muerte lenta o la animalización total en un campo de prisioneros. De este modo Andrés renuncia a su voluntad, a su voluntad de hombre, la misma que a Javier, prudentemente fuera de escena, le permite disponer tan libremente de su vida como para colgarla de un árbol. Por último nos queda Luis, ese justo entre sodomitas. El pecado que le ha llevado a ese escuadrón no es, como se ha apuntado, tal pecado, consecuentemente la justicia poética no puede otorgarle el mismo final que a sus compañeros. Él, que no quiso participar en un pelotón de ejecución, no podía participar y no participó en la ejecución del cabo. Sastre lo salva, protege de este modo a un alma inocente posibilitando su redención final.
Pues esto, más o menos, es lo que yo he entendido de esta obra teatral que tristemente he leído porque no he tenido la suerte de asistir a su representación. Estoy seguro de que sobre las tablas el texto ganará mucho. No obstante, no puedo dejar de sentir cierta decepción tras haberme acercado, por fin, a esta obra. 
Es posible que yo esperara algo mucho más radical, un planteamiento que dinamitara con tal contundencia las concepciones morales de la sociedad de la época como para que los ecos de esta explosión llegaran hasta mí. Lamentablemente no ha sido así. Es cierto que la obra es antimilitarista e introduce lateralmente lo absurdo de seguir unas normas que resultan delirantes en determinadas circunstancias (que actual es en este sentido la obra), sin embargo, me molesta esa solución complaciente que el autor proporciona al conflicto moral que dimana de su planteamiento trágico. Claro que, si no fuera de este modo, cabría preguntarse si realmente existiría tragedia alguna.  

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